Texts per llegir des del Pont de Peramola fins a la pujada a la muntanya d’Aubenç

Documents de referència

Llibres

1. Per les lectures del Pas dels Pirineus, dels dies 19 de novembre al 10 de desembre de 1937, veure els documents històrics recollits al llibre “Camino de Liberación“, de Jordi Piferrer.

2. Per caminar amb seguretat tots els camins i les pistes per a cotxe tot terreny, veure el llibre “Camí d’Andorra“, de Jordi Piferrer.

3. Per l’estada de sant Josepmaria a Barcelona del 10 d’octubre al 19 de novembre: “Días de espera en guerra“, de Jordi Miralbell.

4. Si es vol llegir algun document històric de sant Josepmaria a l’església de la Mare de Déu de la Mercè, de Barcelona, veure el llibre “Escrivà de Balaguer a Catalunya, 1913-1974“, de Josep Masabeu. També és interessant veure les rutes de sant Josepmaria a Catalunya i Barcelona.

LECTURES

Del Pont de Peramola a Peramola (19 novembre 1937)

(Ver “Camino de Liberación” pp 34-39 i 232-233)

Juan Jiménez Vargas (records escrits l’any 1980)

Pedro, Paco y Miguel se habían bajado en Sanahuja, unos treinta kilómetros antes. Los demás superamos este control (de la Basella).

Pasado el pueblo de Oliana, a la salida de un puente sobre el Segre, sale la carretera a Peramola; paró el autobús y bajamos. Entonces había que estar pendiente del más mínimo detalle que pudiera llamar la atención, y por eso sin vacilaciones, con toda naturalidad, y con mucha calma para dar tiempo a que se alejara el autobús, comenzamos a andar por la carretera de Peramola.

Por la contraseña que nos habían dado en Barcelona identificamos al que nos esperaba para llevarnos a Peramola. . . . Se presentó como Antonio Bach. A lo largo de la marcha, y luego en el pajar, acabamos de saber qué clase de persona era. Le llamaban “Tonillo”. Funcionario del Ayuntamiento, cartero, era insustituible en el pueblo. Hombre ejecutivo y con valentía que contribuyó a salvar a muchos. (…)

En animada conversación, llegamos al pueblo, ya de noche. Sin que nos viera nadie, dando un rodeo, nos metieron en un pajar -una “pajera” decía Tonillo- situado a las afueras del pueblo. Allí teníamos que quedarnos, entre un enjambre de ratas, hasta que volvieran a buscamos. Era grande, pero estaba tan lleno de paja que de pie dábamos con la cabeza en el techo.

El Diario de 1937, escrit el dia 19 per José María Albareda, diu:

Viaje en autobús. De Barcelona a las tierras del Segre, del mar a las montañas. Hemos salido a la una. Algo distante, se aprecia la mole de Montserrat. Más allá de Igualada, se ha dividido el grupo. Es noche completa, aunque bien alumbrada por los astros, cuando dejamos el vehículo, junto al Segre, junto a montañas rocosas. Caminamos hacia Peramola. Quietud, silencio, árboles, luna llena… y tránsito de una a otra época: de la de “sin pan”, a la de pan, tocino, patatas.

Noche en una casa, con la planta destinada a habitación de animales domésticos, y el piso a almacén de pienso, a frente de invasión del ejército ratonil y a dormitorio humano. Abajo, con luz de luna, cenamos.

Y es una magna iniciación del nuevo período gastronómico: longaniza, morcilla, patatas fritas y pan.

José María Albareda, en una carta del dia 20.04.38 escrita al seu amic Domingo Díaz Ambrona, diu:

Viernes 19 de noviembre. Autobús ¿Dónde se dejó? En un pueblo llama la atención el descenso de los desconocidos. En pleno campo se llama la atención de los viajeros. Pues se desciende en un desvío. Se aparenta así que se va a un pueblo. Bajamos tres de los confabulados. Pero. . . bajó otro viajero. Era de noche. ¿Adonde van? – dijo -; puedo acompañarles. Muchas gracias. ¿Qué hacer, Dios mío? Estábamos junto al Segre, entre rocas aparatosas, y había luna. ¡Qué hermoso! Decíamos. Pero aquel hombre no se creyó que íbamos a ver el río, las rocas y la luna. Pronto salieron los que nos esperaban. Huyendo de los caminos, como bandidos, en silencio, anduvimos hasta unos corrales, junto a un pueblo, donde, en un pozal, como quien lleva agua a las caballerías, se nos trajo una cena fuerte de morcillas y patatas. Dormimos en un mar de paja agitado de ratas.

De Peramola a Vilaró (dies 20 i 21.11.37)

(Ver “Camino de Liberación” pp 39-43)

Al dia següent, dissabte 20 de novembre, el fill del Tonillo, un noi de disset anys (catorze segons el Diario, però s’ha de corregir, perquè havia nascut el 20 de juliol de 1920) que es deia Paco, els acompanyà fins a Vilaró una masia de la Baronia de Rialb que és una de les moltes cases disperses pel bosc que formen part de la Parròquia de Pallerols.

Arriben a Vilaró sobre les deu del matí i sant Josepmaria celebra la santa missa a la mateixa casa de Vilaró. Després passen tot el dia a la casa esperant que arribin els tres que havien baixat a Sanaüja, que per diverses raons no arribaran fins el dia següent, 21.

Juan Jiménez Vargas (1980) ho recordaria així:

Ya de día llegamos a una masía que llaman Vilaró -en la comarca que se conoce como Baronía de Rialp-, situada en un pequeño cerro, con un amplio radio de visibilidad que era un emplazamiento ideal para darse cuenta a tiempo de cualquier intempestiva visita de milicianos y poder escapar fácilmente sin ser vistos. En Vilaró nos recibió Pere Sala, el amo de la casa que se encontró muy agradablemente sorprendido de ver que uno de los que llegaba era sacerdote y quería celebrar Misa. Se preparó pronto una mesa en una habitación inmediata al comedor. Lo imprescindible lo llevábamos en la mochila: un vaso de vidrio, que estaba destinado exclusivamente a servir de cáliz, unos pequeños corporales, como un pañuelo, el cuaderno con tres misas que Pedro había escrito en Barcelona, y un pequeño crucifijo. (…)

Pasamos el día metidos en un pajar, con buena temperatura, y dormimos en una habitación de la casa que también estaba bien abrigada, por supuesto en el suelo.

Mentrestant, el mateix dia 20 els tres que baixaren a Sanaüja arribaren al Paller de Peramola on dormiren la nit del 20 al 21. Ho recorda Francisco Botella (1975):

Alegría, podíamos hablar a gusto y sobre todo supimos del Padre: habían cenado como nosotros, estaban bien. Correteaba por allí un niño y jugaba con su padre. Eran gente buena y sencilla. Hablaron del Padre. Se veía que les había producido un gran impacto su persona, porque hablaban y hablaban de él. Y nos dieron una carta del Padre que nos dejó allí. Un detalle tan entrañable que era como tenerle un poco entre nosotros: la carta ambientada con lo que nos contaban de él, nos hizo retroceder 24 horas y parecía que es­tábamos allí con ellos o que el Padre se encontraba ahora con nosotros. En la carta se hilvanaban, como el Padre sabe hacerlo, las palabras de humor, con el cariño hacia nosotros y con el afecto hacia esa buena gente. Y decía que nos alimentáramos bien con el pan y el embutido, que elogiaba. Y que descansáramos, anunciando que el descanso sería amenizado por el juego deportista de muchas ratas que se deslizaban, como esquiando sobre la paja donde íbamos a descansar. Que las ratas nos vendrían sobre nosotros, partiendo de la parte alta del montón de paja, que no nos asustáramos.

Y, como siempre, la carta traía palabras llenas de sabor sobrenatural. Ya conocedores de nuestro Padre, las buscábamos con ilusión de Dios. Y en efecto, nos escribía que había pasado una noche tensa al ver que no llegábamos, fue una noche en vela diciendo miles de jaculatorias por nosotros. Que daba gracias a Dios, porque estaba seguro que acabaría bien nuestra aventura []

Charlamos aún un buen rato, felices de saber cómo el Padre había llegado allí bien, y recogiendo en nuestro corazón la angustia que el Padre había pasado por nosotros y que se había hecho para él oración continua toda la noche.

Antes de acostarnos, Miguel hizo el retrato a aquel chico, que el Padre había encargado. Nos dormimos y sobre todo descansamos hasta el amanecer. Pudimos comprobar lo de las ratas esquiadoras, que no faltaron, como anunció el Padre.

Aquesta carta i la seva presentació les recull el Diario de 1937:

Por mediación de Paco Bach, que regresa a Peramola (el día 20), el Padre hace llegar una carta a los 3 que la noche anterior no habían llegado porque se perdieron. Esta es la carta.

“En los montes de Rialp, a 20 de nov. de 1937.

Os supongo hechos migas, después de la nochecita toledana que habréis llevado. Todo lo que vale cuesta: además, si queréis, ni un paso de los vuestros será infecundo.

En fin: dejémonos de filosofías, y aprovechad bien la paja -nada de comérsela, ¿eh?- y dormid sin hacer caso del tropel de ratas que os saldrán a saludar.

Estamos muy contentos: agradecidísimos a estos buenos amigos de aquí: y lamentando que no hayan venido nuestros buenos amigos de Madrid (José María, Alvaro y los demás).

Comed bien y no os olvidéis de D. Manuel.

Recuerdos de estos dos.

Os abraza.

Mariano.

Hasta mañana.

A Paco, el muchacho que os entregará esta nota, a ver si le hacéis un retrato, un dibujo, en el que esté bien majo.”

El diumenge 21, els tres que havien baixat a Sanaüja van de Peramola a Vilaró, on arriben cap a les 12 del migdia i assisteixen a la missa que celebra sant Josepmaria.

Ho recorda Francisco Botella (1975):

Caminamos, hasta caer una hora lar­ga o dos horas después, delante de una casa de campo. Subimos por una escalera elemental y entramos: la puerta daba a la estancia principal con una mesa grande, algunas sillas, como un cuarto de estar campestre. El Padre estaba celebrando sobre una silla pequeña, era el día 21 de noviembre, fiesta de la Presentación de la Virgen. Comulgamos.

Después se guarda con mimo todo lo que el Padre ha utilizado en la Santa Misa, en un macuto especial. Desde Barcelona se preparó el vasito que será el Cáliz de la San­gre del Señor, corporal, las formas, el vino, una pequeña palia y el Misal escrito a mano, fechado el 2 de noviembre en Barcelona. Y una cajita para llevar el Padre al Señor, cuando fuera necesario y conveniente. Cada objeto va envuelto en papel de seda, que el Padre ha hecho comprar en Barcelona.

A la rectoria de Pallerols, al capvespre del 21 de novembre de 1937

(Ver “Camino de Liberación” pp 44-58 i 235-243)

Francisco Botella (records de 1975):

Procedimos luego a la tarea de atrancar la puerta, con una tranca que no tardamos en localizar. Rezamos las Preces. Se apagaron velas. Y Juan entró con el Padre en el hor­no, al tiempo que disponía la colocación que íbamos a tener para acostarnos en el suelo un tanto mullido de aquella pie­za. Pegado a la pared, en el lugar más lejano de la puertecita, Juan. Luego, a su lado, el Padre. Después yo, Pedro, Jo­sé María y Miguel, en este orden. Miguel estaba próximo a la puertecita, que se cerró. El Padre y Juan estaban un poco separados de nosotros, no pegados, porque había distancia, pero muy juntos todos, ya que no daba de sí aquel sitio.

Pallerols, nit del 21 al 22 de novembre. La Rosa de Rialb

Francisco Botella (records de 1975):

Nos abrigamos un poco con las mantas, pero al poco tiempo no hacía falta. Había un silencio lleno de palabras calladas dirigidas a Dios. Al cabo de un rato me pareció que dormía José María. Noté que e1 silencio se rompía a mi lado, la respiración del Padre era más fuerte y observé que Juan se movía y abría el venta­nuco situado en lo alto. Pensé entonces que el Padre no se encontraba bien, por el ambiente poco oxigenado. Pero pronto se vio que no era eso.

Del Padre salía, primero un ruido tenue que se hizo doloroso gemido. Luego, era un sollozo suave, que fue en au­mento. Se oyó que Juan hablaba con el Padre. No entendí nada, le pregunté a Juan y no contestó. Pedro me dijo al oído que volviese a preguntar y así lo hice, pero Juan tampoco dijo nada. Se quedó quieto, como queriéndonos decir que no era cosa nuestra, que no podíamos hacer nada. Fue muy clara su contestación, sin palabras. El sollozo del Padre se hizo intenso y la respiración angustiosa y nos quedamos impresionados, mudos, sin hablar porque no hacía falta. Nos di­mos cuenta que era asunto entre Dios y el Padre.

(…) Hacíamos oración, pegados al Padre, era natural. Lo comprobamos, al comentar esta noche sobrenatu­ralmente oscura y dolorosa del Padre. Daba gemidos cada vez más profundos y tenía un sollozo de dolor insoportable. Nunca había visto llorar así a nadie. Y tampoco, desde entonces, he vivido una cosa igual. No era el sollozo de mi madre, cuando murió mi padre o mi abuelo. No lloraba así mi padre, cuan­do me dio la noticia de que mi hermana Fina estaba desahucia­da. Era como lloraba mi madre en alguna ocasión especial, pe­ro con más fuerza, con más angustia. No, no era tampoco eso, era totalmente distinto. Era una angustia que estremecía, era una pena hondísima, que le hacía temblar. Duró mucho, ho­ra tras hora, hasta el amanecer. Tuve tiempo para que se me quedase grabado para siempre. Parecía atenuarse y se rompía aquel sollozo contenido, con una violencia seca, sin consue­lo. Era evidente que el Padre hacía esfuerzos para contener aquella manifestación de lo que sucedía en su alma. Y gran­des esfuerzos, porque cuando parecía bajar la violencia del dolor en su alma, se rompía con más fuerza, como salta en cascada el agua contenida. Sufríamos, pero teníamos concien­cia de que solo podríamos rezar. Temíamos que el corazón del Padre, no pudiera contener tantas horas de sufrimiento, pero ¡¡qué hacer!!

Descarté por mi cuenta -y luego vi que cada uno había seguido la misma reflexión- que aquel dolor fuese motivado por una causa humana, física o moral. Eso era imposible. Ya se veía que el Padre solo podía sufrir y llorar así y angustiarse de esa manera, lo que nos daba una pena indescriptible, por motivos sobrenaturales. Era cosa de Dios.

(…)

Pasaron las horas, se aquietó el Padre y era ya de día. Por el ventanuco entraba la luz. El Padre se levantó y nosotros con él. Estábamos vestidos, así nos acosta­mos. Se abrió la puertecilla del horno y nos miramos con expectación, en silencio. Y aún tengo en mi imaginación el aspecto que el Padre presentaba al entrar la luz de la otra habitación. Ya no lloraba, ni respiraba con aquella angustia, pero su rostro reflejaba el mismo dolor que había invadido su alma en aquella noche del horno. Sus rasgos eran serenos, pero doloridos, profundamente doloridos. Su actitud reconcentrada, hacia adentro. El, tan volcado siempre hacia nosotros, parecía no mirar sino hacia su interior.

Le dijo a Juan que no iba a Celebrar, que recogiésemos lo que habíamos preparado sobre la mesa para la Santa Misa. Y desapareció de aquella estancia. Alrededor de la mesa, en el suelo, estaban los macutos y demás bártulos para el viaje. Y preparamos las cosas, para continuar la marcha, cuando llegara Pere. Juan no hizo ningún comentario ni tam­poco los demás.

Había pasado un rato, no mucho tiempo, el que se tarda en hacer cuanto he dicho. Y apareció el Padre entre nosotros. Venía de la iglesia, mostraba una cara radiante, su semblante respiraba felicidad: el contraste entre las facciones que mostraban su dolor, al dejarnos unos minutos antes, y el gozo que traían sus ojos, que inundaba su cara, era impresionante. Era evidente que en su alma había sucedido algo extraordinario.

(…) En la mano apretaba con delicadeza una rosa de madera estofada, que el Padre miraba con contemplación acariciadora. “Juan, guárdala con cuidado”, dijo mientras la envolvía en papel de seda, “en el macuto donde traemos los objetos para la Santa Misa”. A continuación nos di­jo: “Preparadlo todo, porque voy a Celebrar”.

Volvimos a sacar lo necesario para la Santa Misa y a los pocos minutos estaba el Padre Celebrando. Su alegría se nos pegaba físicamente, estábamos exultantes, porque el­ Padre, sonreía lleno de recogimiento y profundamente embebi­do en el Misterio del Altar.

Después de dar gracias, lo recogimos todo, como procedía. Hablamos con naturalidad del viaje que íbamos a seguir. El Padre no hizo ningún comentario entonces, a todo lo ante­rior: estaba sencillamente alegre y con el buen humor de siempre.

(…) Llegó Pere, estaba el día avanzado, un día de sol y de luz de montaña. Iniciamos el trayecto hacia la Cabaña, para vivir emboscados unos días, en fila india.

Més endavant continua:

El Padre había pasado una prueba durísima, que le tuvo más que muerto en su sufrimiento. Sentía la seguridad de no estar en gracia de Dios y esto le tuvo angustiado y le dejó como una piltrafa: se sentía apartado del Señor, como si realmente lo estuviera y esto le rompía su alma de dolor. Duró toda la noche.

Pidió al Señor una prueba de Paz, “no sé si se puede hacer, no lo haré más”, le oí al mismo Padre decir. Esta prueba que pidió quedó entonces en su alma. Inmedia­tamente avanzó hacia la Iglesia -cuando al salir del horno nos dejó por un tiempo-. Allí, lleno de gozo, que rebosaba su corazón, obtuvo la respuesta de Dios, de manos de la Virgen. Y en aquella rosa que trajo en su mano estaba encerra­da la paz de Dios y el consuelo de la Virgen. El Padre qui­so que lo supiéramos, sin comentarios, como siempre hacía.

Mons. Alvaro del Portillo que fou el successor de Sant Josepmaria, primer prelat de l’Opus Dei i durant molts anys confessor del sant, escriu que en aquells moments Sant Josepmaria:

Sentía como dividido el corazón, entre la necesidad -de una parte- de llegar al otro lado, donde tendría libertad de movimientos para seguir con la Obra y ejercer su ministerio sacerdotal; y de otra, la conveniencia de regresar a Madrid donde nos había dejado a unos cuantos, en la cárcel o escondidos . . . En esa situación, hizo algo que nunca nos ha recomendado, porque no debemos tentar a Dios pidiendo cosas extraordinarias. (…) Fue una moción del Espíritu Santo. El caso es que decidió: si, en el término de unas horas, encuentro una rosa de madera estofada, esto significa que la Virgen quiere que vaya al otro lado.

Pedro Casciaro (records de 1975):

Me limito a dar gracias a Nuestra Señora de todo corazón porque aquella noche confirmó a nuestro Fundador en el camino que debía de seguir, haciéndole superar aquellas amargas incertidumbres. Así como nunca había visto al Padre tan afligido como la noche pasada, tampoco lo vi nunca tan gozoso como aquella mañana.

Andrés Vázquez de Prada en el llibre “El Fundador del Opus Dei”, Tomo II, págs. 191 a 196, escriu:

“La primera vez que (San Josemaría) hizo memoria explícita y por escrito de lo ocurrido en Rialp fue una anotación de los Apuntes íntimos, del 22 de diciembre de 1937”. Escribió San Josemaría: “Entonces, con moción interior que coaccionaba mi voluntad, le dije al Señor: “si estás contento de mí, haz que encuentre algo”, y pensé en una flor o adorno de madera de los desaparecidos retablos. Volví a la iglesia (estaba en la sacristía), miré por los mismos sitios donde había mirado antes. . . , y encontré en seguida una rosa de madera estofada. Me puse muy contento y bendije a Dios, que me dio aquel consuelo, cuando estaba lleno de preocupación por si estaría o no Jesús contento de mí”.

En una altra ocasió diu Sant Josepmaria:

“Cuando estaba comido de preocupaciones, ante el dilema de si debía pasar, o no, durante la guerra civil española, de un lado a otro, en medio de aquella persecución (…) viene otra prueba externa: esa rosa de madera. Cosas así: Dios me trata como a un niño desgraciado al que hay que dar pruebas tangibles, pero de modo ordinario”.

La Cabana de San Rafel, 22-27 de novembre de 1937

(Ver “Camino de Liberación” pp 44-58)

Juan Jiménez Vargas (records 1980)

En media hora, llegamos a una cabaña hecha con troncos, y un poco hundida en el suelo, que era lo justo para ocho personas. El Padredesde el primer momento la llamó “Cabaña de San Rafael”. Estaba situada al noroeste de Vilaró, a una hora de camino y con unos 200 metros más de altitud. El lugar estaba debajo de una rasante próxima, de modo que quedaba bastante camuflado. Sin embargo desde la cabaña, fácilmente podíamos situamos en sitios desde donde había mucha visibilidad. Más al norte se veía el monte Aubens. Aquel era el lugar donde permaneceríamos emboscados hasta que comenzaran las caminatas. (…)

Ya nos habíamos convertido en emboscados, y había que organizarse. El Padre empezó por hacer el horario para el día siguiente.

Diario del 23 de novembre de 1937, que escriu aquest dia Manolo Sáinz de los Terreros:

Se reparten encargos y se hace un horario.

Levantar 7

Oración 7,1/4

Santa Misa 7,3/4

Preces

Desayuno y primera parte del sto. Rosario.

Recogida de leña, paseo, etc.

Ángelus y 2a parte 12

Comida, Estación del Ssmo., Paseo.

Oración y lectura del diario 17

Conferencia 19

Cena y 3a parte del Sto. Rosario

Examen, puntos, retiro 22

D.O.G.

Pedro Casciaro (records de 1975)

En aquellos días funcionamos exactamente como si estuviéramos en un Centro del Opus Dei; en una Casa de retiros y convivencias de las que dirige la Obra. Juan Jiménez Vargas venía a desempeñar las funciones del Director. El Padre elaboró un horario tan completo que no nos sobraba ni un minuto. Diariamente predicaba la meditación; celebraba la Santa Misa sobre un altar que construimos con grandes piedras, unos troncos de pino horizontales y otro más delgado donde colgaba su crucifijo de bolsillo; se estableció un turno para ayudar a Misa, dirigir el Santo Rosario, leer en voz alta el Evangelio y demás normas de piedad y costumbres de la Obra; también diariamente alguno daba una charla incluyendo temas culturales -el profesor Albareda, por ejemplo, nos hablaba de sus experiencias en diversas universidades europeas-; se llevaba un diario, que los estudiantes de arquitectura ilustrábamos con dibujos; finalmente, no faltaba un rato dedicado al deporte. Algunos de los más valientes o mortificados, incluido el Padre, lo aprovechaban para bañarse en una pequeña laguna cercana -un “estany”- de agua muy fría. Yo no me atreví: aquella escena del baño me recordaba a los Mártires de Tebaste, porque la temperatura de su estanque no debía ser más baja que la de nuestro “estany”.”

Més endavant escriu:

En los días que pasamos en la Cabaña de San Rafael no llegué a entender por qué empleábamos tanto tiempo en el aseo de nuestra cabaña y sus alrededores; por qué nos afanábamos tanto en mantener tan pocas cosas en tan meticuloso orden y, en general, por qué estábamos tan atareados en ocupaciones que, a veces, me parecieron innecesarias. A la vuelta del tiempo comprendí la serenidad, fortaleza y cordura del Siervo de Dios, que supo mantenernos ocupados aquellos días, alejando de nosotros cualquier atisbo de impaciencia, pereza o desánimo, y, al comprenderlo, me llené de agradecimiento y de admiración.

Francisco Botella (records de 1975):

En el suelo se levanta, como un metro escaso, una cabaña, pero está construida sobre una zona excavada, y al entrar se encuentra uno de pie, sin tener que estar agacha­do, como parece al contemplarla desde afuera. Este es el cobijo donde hemos de pasar unos días. A pocos metros de la cabaña se levanta una tabla, que descansa sobre unas made­ras del bosque, ofreciendo una mesa breve de Altar. (…)

Nos organizamos allí, como si fuésemos a vivir mu­cho tiempo. Nos daba risa a Pedro y a mí, porque las noti­cias que teníamos abrían la esperanza, de que al cabo de pocos días, podíamos salir de allí. Antes de cenar el Padre trazó un plan para tener el día lleno y ordenado. (…)

Juan organizó la colocación para la noche. Era así: el suelo de la cabaña estaba cubierto de yerbas secas y no sé si de algo de paja; a lo largo, en el borde un tronco de árbol hacía las veces de almohada. En el fondo se colocó Juan, luego el Padre, luego yo, a mi lado Pedro, Miguel a continuación, y José María, Tomás y Manolo seguían hasta la puerta. . . . . . Teníamos una manta para cada dos y una para el Padre. Así, todas las no­ches nos situábamos como he dicho.

(…) ¿Qué recuerdos saltan a mi mente de estos días? En las tertulias, el Padrenos hablaba de la Obra, ya de cuestiones muy sobrenaturales, ya de detalles pequeños, llenos de sabor de la vida de familia y bromas que se refieren a los que estamos entonces con él y recuerdos de los que andan lejos. Como siempre, la vida del Padre estaba embebida en Dios y en su Obra. Aquí en este ambiente, que favorecía que se sintiera miedo, aunque con alguna libertad -teníamos la posibilidad de gritar, de cantar, lo que se quisiera, sin peligro-, era fácil que las circunstancias, siempre hermanadas con el dolor y el miedo, pesaran has­ta frenar algo el recuerdo de nuestra entrega. Pero teníamos patente delante de nosotros la obsesión santa, saludable y serena y también tensa del Padre: siempre pensando, hablando de Dios, haciendo la Obra de Dios.

Proyectos inmediatos de futura expansión, esperanza apoyada en el vacío: locura de Dios. “¡Si nos escucharan, creerían que estamos locos!”, decía el Padre. Cantábamos, el Padre cantaba mucho. Le oía encantado cantar jotas. El Padre hacía que la conversación se centrase, a menudo en los te­mas culturales que interesaban tanto al Profesor A1bareda, o los de pedagogía de Tomás.

Se me reveló el Padre como un gran conocedor de la literatura clásica. Recordaba muchos pasajes de autores del Siglo de Oro y de otros más recientes, maestros de la pluma. Y maravillas de los siglos primeros de la edad media. Había tiempo y se llenaba, levantando la inteligencia y el corazón.

Había que dar alguna novedad al día. Una jornada después de contemplar José María las estribaciones lejanas de los Pirineos, con su mirada puesta en el norte, que se adivinaba con ansiedad de saltar distancias, propuso que nos lanzáramos a buscar setas -bolets en catalán-. Y aquel día pudimos romper la monotonía del dichoso arroz con pollo, que cada vez se hacía más difícil de comer. Se ve que las ardillas se hacían mayorcitas. José María descubrió a unos tres o cuatro kilómetros una laguna. Hacía alguna excursión geo1ógica por los alrededores y situó nuestra cabaña entre las sierras y montañas que conocía.

El Padre tenía una gran preocupación por los sacerdotes de aquellos contornos, que hubieran podido salvarse. Un día apareció a lo lejos un mocetón fuerte, que avanzaba decidido. Algo mal hablado, con mirada noble, preguntó por el Padre: se enteró de que con nosotros venía un sacerdote y anduvo unos ki1ómetros para confesarse y hablar con él. Era un sacerdote que había podido escapar y estaba camufla­do entre aquella gente, haciendo su labor del campo con los otros. Tenía ansias de vivir su sacerdocio. Salió reconfor­tado y muy contento; el Padre le dio formas y vino para ce­lebrar y le animó a Celebrar la santa Misa y vencer las dificultades. El Padre se acordó siempre de él.

Otro día, nos dijeron que a unos kilómetros de la Cabaña de San Rafael, bajando un tanto hacia Peramola, en el bosque, había un grupo de sacerdotes, que habían salvado la vida hasta esas fechas y vivían escondidos en una cabaña.

Aquella zona cobijaba a unas cuantas cabañas para emboscados y una de ellas era esta de los sacerdotes. Fuimos allí, de “excursión”, y comimos con ellos. ¡Se pusieron más contentos! Nos invitaron a un menú menos tosco que el que nos servía Pere. Hasta nos dieron tabaco, no lo olvidaré. ¡Hacía mucho que no habíamos fumado Pedro y yo -éramos entonces los únicos fumadores-¡ Bueno, la verdad es que hojas secas y algo análo­go ya habíamos intentado fumar, antes.

El Padre les dio ánimos en la tertulia que tuvimos y les aumentó la visión sobrenatural. Luego, hablaron con él algunos, paseando entre los pinos que nos rodeaban.

El Padre dormía poco, pasaba las noches en vela. Hacía frío y tenía fiebre. No quiso que le diéramos nuestras mantas. Y lo que pasó más de una vez es, que cuando había transcurrido un tiempo después de acostarnos, Pedro y yo nos poníamos de acuerdo para ir pasando al Padre la manta que los dos disfrutábamos. Había que proceder despacito, para no despertarle -creíamos que estaba dormido- y cuando ya estába­mos a punto de cantar victoria y tener a nuestro Padre con las dos mantas, el Padre sacudía la manta que tan trabajosa­mente habíamos logrado situar sobre él y la dichosa manta se posaba otra vez sobre nuestros cuerpos. Había que volver a empezar. Pero sin duda alguna, era evidente que la estancia en los bosques de Rialp, no había hecho sino empeorar la sa­lud del Padre. Se veía muy cansado, cuando Juan nos hacía recorrer kilómetros para entrenar los músculos.

Varias veces tuvimos que presenciar, que acompañar más bien, con el corazón y con la oración, el tirón que el Padre parecía recibir, con dirección a Madrid: quería volverse a Madrid. Las razones las de siempre: Álvaro estaba en su pensamiento y a menudo en su boca, y la Abuela, como otras veces y todos los otros. Pero ahora, además, a la vista de la debilidad de su cuerpo, volvió con más fuerza el temor que se había presentado ante él en Barcelona, de que al no poder seguir hacia adelante en plena marcha por los Pirineos, nos expusiera a lo peor. Se sentía incapaz de poderse mover apenas, especialmente en algunos momentos del día.

Tomás Alvira recuerda en 1976:

Señalaré solamente algunos aspectos de nuestra vida en el bosque. Uno de ellos, la Misa que el Padre celebraba todos los días, en las primeras horas de la mañana, sobre el altar que ya he mencionado. El Padre vestía con un pantalón de panilla de color marrón y un jersey de lana de color azul marino con cuello alto y doblado (del tipo que llevan los marineros). Utilizaba un vaso de cristal y decía la Misa de la Virgen. La llevaba copiada en unas octavillas, escritas a mano, que servían de Misal. La Misa era dialogada. No olvidaré nunca aquellos Santos Sacrificios: por templo el bosque; el celebrante con el máximo recogimiento, muy despacio, se le veía poner su alma entera y todo su amor en aquello que hacía y sobre todo en el momento de la Consagración. Cientos de pájaros, al despertar con los primeros rayos de sol, cantaban sin cesar y ayudaban a dar encanto a las Misas del Padre en el bosque de Rialp. Siempre dejaba una Forma consagrada, que era guardada con gran recogimiento por alguno del grupo.

(…)

Había Meditaciones, Santo Rosario, largos paseos en los cuales cogíamos abundantes “boletos” que nos ayudaban a alimentarnos. Cada día escribía uno el diario que era leído en la tertulia del día siguiente.

Casa del Corb, 27 de novembre (Sortida dels boscos de Rialb)

(Ver “Camino de Liberación” pp 58-70 i 247-251)

En el Diario d’aquest dia, anota Pedro Casciaro:

Llegamos a San Rafael y nos encontramos con que hay bastante confusión: los guías piden por pasarnos dos mil pesetas a cada uno, en lugar de las mil doscientas que antes habían fijado. No hay dinero para pasar todos, y al Padre se le ocurre una cosa muy suya y que, según él, facilitaría el apuro: él se va a Barcelona sin dinero; allí pide prestado y regresa a Madrid. (Madrid: los nuestros que allí están son su obsesión).

Esta idea como es natural, hace coger un berrinche fenomenal a Juan, que hasta con tacos mayúsculos y le dice por lo bajo cosas terriblesalPadre. Por fin, el Padreaccede y consiente en ponerse en marcha; hay quien cree que lo hace para no armar escándalo delante de los demás emboscados, que se han concentrado para la marcha en San Rafael; pero yo creo que no fue por eso. . .

A las seis y cuarto nos ponemos en marcha. Nos sirven de guías Pallarés y Mateo. . . . . De cuando en cuando, elPadreinsiste en quedarse en Peramola, para regresar a Madrid. Juan va detrás de él, y, en estas ocasiones, le dice cosas como éstas: “A Ud. lo llevamos a Andorra, vivo o muerto”. Y es que el Padre pone como argumento que se encuentra tan flojo que se cree incapaz de llegar andando hasta la frontera. De esta incapacidad material estamos todos seguros; pero también lo estamos de que Dios nuestro señor no nos va a dejar solos, después de haber nosotros quemado las naves.

Caminamos muchas horas, por los bosques espesísimos. Algunas veces Mateo, que es el que ahora marcha a la cabeza, se detiene o retrocede para buscar el camino imaginario.

A las once y media aproximadamente, llegamos después de escalar un monte a las cuevas. . . . .: eran extensísimas y se cerraban por una puerta de pequeñas dimensiones, medio escondida entre las rocas. Se encendió fuego en el interior y, para alumbrarnos, unas bujías. A su luz se distinguía el techo completamente ahumado y el suelo sucísimo. Debieron servir algún tiempo de vivienda a payeses (va estar habitada fins l’any 1934. Se’n diu la Casa del Corb), porque tenía pesebres, cocina y departamentos. Tumbados en el suelo sobre un par de mantas los ocho, y tapados por las tres restantes, descansamos los unos y velaron los otros hasta las tres de la madrugada, en que proseguimos la caminata por lugares bastante difíciles.

Misa en La Ribalera, 28 de novembre

(Ver “Camino de Liberación” pp 74-79)

Francisco Botella (1975):

El Padre pensó Celebrar la Santa Misa en aquel rincón, al pie de la sierra Obens. Cerca de la cascada, en una parte abrupta, pero con piedras grandes, y una de ellas hizo de Altar. El Padre tenía preocupación de que los que venían con nosotros, no estuvieran correctos o que las cir­cunstancias con que se Celebraba, sin ornamentos, sin los detalles del culto, les hiriera en una fe que podía ser débil. Pero al fin, después de encomendarlo al Señor, se dis­puso a Celebrar. Me parece que antes les dijo unas palabras de preparación.

Hacía viento. El Padre Celebró arrodillado, no po­día ser de otra forma. Con una punta del corporal tapábamos las formas consagradas, cuando el viento se hacía más fuerte y con un corporal pequeño, que hacía de palia, presionando un poco asegurábamos el cáliz de la Sangre del Señor, para que no se cayera. Miguel y yo, por indicación del Padre, hicimos cuanto acabo de decir. El Padre Celebró con la unción y el recogimiento de siempre, sin distraerse por el viento, sumergida su mirada sobre las especies sacramentales que descansaban sobre la piedra. Todos asistieron a la Santa Misa con devoción y respeto. Era emocionante sentirse así, en aquel lu­gar y rodeados de peligros, incorporados al Sacrificio de la Cruz.

Cuando acabó de Celebrar el Padre, estaba muy con­tento y feliz del comportamiento de todos. Nos lo comunicó enseguida. Y quiso que lo celebrásemos. Llevábamos una bote­lla de coñac para emergencias posibles y sin esperar a la hipotética situación crítica, prefirió celebrar lo bien que se habían comportado aquellos compañeros de peligro, en la Celebración de la Santa Misa. Le rebosaba del corazón el agrade­cimiento y el consuelo que habían dado a su alma. No tenía­mos sacacorchos y uno decidió abrir la botella con un golpe seco, que salió tan poco preciso, que acabó con todo el lí­quido o casi todo, porque se rompió la botella. Lo terminamos celebrando a carcajadas, que inició el Padre, y con alegría repleta de buen humor. El Padre reservó unas formas consagradas que guardó en una cajita y llevaba consigo para po­der comulgar en el camino. Desde entonces, hasta el día si­guiente, el Señor Sacramentado viajó con nosotros, en coloquio amoroso con nuestro Padre.

Pasamos el día 28 de noviembre en aquel lugar. Hacía sol y se estaba a gusto. Por la tarde se nos unió más gente. Creo que todos eran payeses -gente del campo- menos un estudiante de Ingeniería, Antonio Dalmases. Con él continuamos en contacto desde Burgos y luego en Barcelona, al acabar la guerra. Es ahora de la Obra. Ya éramos unos cuarenta y tantos.

Al atardecer, apareció como por ensalmo, un chico fuerte, joven, simpático, con aire autoritario, que iba a ser el guía principal, el responsable de la aventura en la que estábamos empeñados. Dijo llamarse Antonio. Por supuesto, que ya se veía que era un nombre convencional.

Juan Jiménez Vargas (1980)

Amaneció durante la última parte del camino. Llegamos a la Espluga de las Vacas, en el barranco de la Ribalera, a unos 800 metros de altitud, el 28 de noviembre, completamente de día, con sol. Era domingo. Aunque hacía frío, el sol ya calentaba un poco. Aquel sitio no puede estar más cubierto. Orientado a la solana, como dicen allí, con un alto paredón detrás que protege por completo del viento norte, muy soleado, y defendido al sur por unos cerros como unos 50 metros más altos que la Espluga, es un circo que, además de ser inexpugnable, parecía ideal para invernar. Lo primero fue la Misa.

Josep Boix ayudó a colocar la piedra, que iba a servir de altar, sobre otra grande, muy cerca de la pared de aquel cortado, para quedar bien a cubierto del viento.

Para él, es un recuerdo imborrable:

-“Si llegaron a las ocho, a las ocho y cuarto estaba empezando la Misa. Yo me senté en un banco que teníamos hecho con piedras, muy cerca del sacerdote. Por la noche habían encendido fuego en aquel mismo sitio. Quedaban unas brasas que parecían apagadas, pero estaban encendidas y al arrodillarme me pegué un quemazo y me puse de pie de un salto”.

Ayudaron Miguel y Paco, arrodillados a los lados de la piedra para sujetar los pequeños corporales, y para evitar que pudiesen volar las Sagradas Formas, extremando las precauciones, aunque no parecía necesario, porque el viento no era fuerte. Yo me puse a un lado del “altar”, lo más cerca que pude, apoyado en el paredón y no perdía una palabra.

Allí había más de veinte personas que no habían oído misa ni pisado una iglesia desde julio del año anterior, y al enterarse de lo que se preparaba, la expectación fue general. Todos asistieron a la Misa atentos a las palabras del Padre, que se podían oír, aunque no hablaba alto. Atendían sin entender el latín. La gente, entonces, sabía el significado de muchas oraciones y seguían la Misa con atención. Resultó verdaderamente emocionante y algunos comulgaron. Uno de los estudiantes del grupo -Antonio Dalmases-, a quien entonces no conocíamos de nada, escribió en su diario:

– “Durante la Misa no se oye más que al Padre”. “Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el sacerdote es un santo”.

El Padre quedó tan contento de aquel grupo que decidió invitarlos a algo, y sugirió que abriéramos la botella de coñac que llevábamos para el frío. Después, podría hacemos mucha falta, pero en a aquel momento era más importante tener una atención con ellos. Lo grave fue que al abrir la botella se rompió, se pudo aprovechar muy poco y nos quedamos sin nada.

Aunque procurábamos hacer poco ruido, nos desenvolvíamos con despreocupación, porque, como Boix decía, allí no era necesario vigilar. Los de Juncás, no daban un paso en falso, y no era de temer que nos descubriesen.

Antoni Dalmases (1937)

Andamos hasta que se asoma el sol indiscreto, que es cuando llegamos al sitio donde descansaremos hoy.

Nos cobijamos bajo una roca enorme de unos 30 m. de altura, de cuyo punto más alto cae una cascada que pasa delante de nosotros.

Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca arrodillado, casi tendido en el suelo, dice un sacerdote, que viene con nosotros, la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las Iglesias. Habla las oraciones en voz alta, llora casi y nosotros le imitamos, unos tendidos, otros arrodillados (. . .) Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un Santo.

Diari (1937), escriu Pedro Casciaro.

Empieza a amanecer cuando llegamos al pie del Aubens.

Apenas llegar, el Padre decide celebrar la Sta. Misa en unas peñas, altar hecho por el Todopoderoso sin haber servido de instrumento la mano del hombre. Es indudable que nuestros compañeros de expedición debieron quedarse sorprendidos de esta ceremonia augusta: todos estuvieron muy respetuosos y algunos emocionados.

A eso de las tres de la tarde, comimos conejo frito que Mateo trajo después de su ausencia. Y, entre rezar el rosario y enredar por las rocas, se fue el tiempo hasta las cuatro y pico; . . . . . La voz de partida del guía me sorprendió llenando la bota en un chorro de agua que corría por lo más hondo del escarpado.

Pujada a Aubenç, 28.11.37

(Ver “Camino de Liberación” pp 79-83)

Hacia las cinco de la tarde del día 28, llegó el guía principal de la expedición, Josep Cirera. Con él empezaron la nueva etapa: la subida a la montaña de Aubenç.

En total caminaron más de doce horas. Fue una jornada muy dura, sobre todo el ascenso por la canal de la Jaça, que es muy empinada.

En el Diario de 1937, Miguel Fisac describía así la marcha de esta primera jornada:

Es media tarde del día 28. Comenzamos la primera jornada con el guía que nos llevará a Andorra, que, dicho sea de paso, es competentísimo en su oficio; se orienta con una facilidad asombrosa y en esta y en todas las demás jornadas no le hemos visto ni un solo titubeo.

Lo primero que tenemos que hacer es la escala de un monte muy alto, que resulta durísima por no poder utilizar sendas y por trepar en algunos momentos por rocas casi verticales y apoyados con frecuencia en una tercera parte del pie: precipicios inverosímiles, descansos muy breves, pues hay que estar en la cumbre antes que termine de cerrar la noche: si no nos da vértigo es porque no se puede uno entretener en esas cosas, que motivos hay más que suficientes.

Está anocheciendo cuando terminamos de subir. Pasamos por sitios encharcados: no hay árboles, ni arbustos; solo una hierba fuerte cruje; a nuestro paso, ladra un perro [el perro de la casa de Aubenç].

También en el año 1937, Antonio Dalmases escribe en su diario:

No podemos pararnos, pues está oscureciendo y estamos al pie del acantilado que hay que escalar y es preciso hacerlo con luz, pues sin ella nos mataríamos por él. Su altura es enorme y desde su pie, donde estamos ahora, parece imposible subirlo. Pronto dejamos de serpentear en su falda para atacarlo de frente, agarrados a sus rocas. Ya no andamos, gateamos. La ascensión es lenta y penosísima, arrastrándonos pegados a la roca para no caernos. Más que nunca, siento el peso de mi mochila que tira de mi espalda para arrojarme al abismo. Paramos muchas veces a descansar, y entonces lo hacemos medio tendidos en la roca, cara al cielo y a las montañas que se pintan a lo lejos. Otra vez subir, por este camino casi vertical. Parece que nunca hemos de llegar. Ya hay muy poca luz y esto hace más penosa y difícil la subida. Horroriza pensar lo que ocurriría si resbalara un poco, seguro que moriría. Sudamos a mares y en nuestro afán de agarrarnos a los salientes de las rocas no reparamos en destrozarnos las manos.

Cuando por fin, después de una hora y cuarto que parece un siglo, llegamos a la cumbre, sin hablar nos tendemos en el suelo […]. Van llegando los rezagados y caen más que se tienden en el suelo. A pesar de la oscuridad, el panorama que se ve es magnífico. Vemos media Cataluña. Es esto un mirador único […].

Reemprendemos la marcha ya en plena noche. Siempre hacia el Norte. Estamos ahora sobre unos campos de hierba de suaves ondulaciones que alivian nuestros pies. El guía hace correr la voz, que pasa de unos a otros silenciosamente, de que alcemos los bastones y no hablemos, pues pasamos cerca de una casa [la casa de Aubenç].

Francisco Botella (1975) recuerda estos momentos que empiezan en la Ribalera con la llegada del nuevo guía:

Pasamos el día 28 de noviembre en aquel lugar. Hacía sol y se estaba a gusto. Por la tarde se nos unió más gente. Creo que todos eran payeses —gente del campo—, menos un estudiante de Ingeniería, Antonio Dalmases […].

Al atardecer, apareció como por ensalmo un chico fuerte, joven, simpático, con aire autoritario, que iba a ser el guía principal, el responsable de la aventura en la que estábamos empeñados. Dijo llamarse Antonio. Por supuesto, que ya se veía que era un nombre convencional.

Y cuando ya había poca luz y se aproximaba la noche, empezamos la jornada de camino que había de durar hasta que clarease y tuviéramos que escondernos de nuevo. El horario era fundamental, porque había que llegar a determinada hora a un particular sitio, donde estaba previsto que podíamos escondernos. Por eso, la marcha de noche era, además de dura, subordinada al implacable reloj, que era intransigente.

Al cabo de un tiempo, poco, nos encaramos con un repecho corto, pero muy empinado, que era un difícil pedregal. La luz del día aún nos permitía subir aquel obstáculo, que no hubiésemos podido salvar de noche. Es cierto que, a menudo, nos teníamos que sujetar con las manos y trepábamos como podíamos. Llegamos a lo alto del agudo repecho […]. Y luego a seguir, ya de noche, por montes y más montes, siempre en fila india […]. A veces adivinábamos que nuestra marcha era por bordes de precipicios.

Mientras subían por la canal de la Jaça, hubo un momento de crisis: Tomás Alvira sufrió un grave desfallecimiento que paró la marcha de la expedición. Francisco Botella (1975) lo describe así:

Tomás hizo crisis fuerte y se quedó casi sin poder continuar. El Padre, ante nuestro asombro, iba detrás del guía sin perder terreno. Y aun fue charlando y haciéndose amigo de Antonio. Así, cuando Antonio percibió que Tomás no podía seguir el ritmo que él marcaba y determinó, sin contemplaciones, dejarlo abandonado y que los demás continuásemos, el Padre pudo conseguir de Antonio que cambiase de parecer […].

Se arregló lo de Tomás, ¿y cómo? El Padre convenció a Antonio, poniéndonos la condición de abandonar prácticamente todo lo que llevábamos, para aligerar el peso y las piernas, y ayudamos a Tomás entre todos, para que casi a rastras llegara a lo alto del agudo repecho […].

¿Qué le dijo el Padre a Antonio? Más que con palabras y argumentos, creo que le convenció con su simple presencia y su mirada, que le dominó sin violencia, con el Amor.

Juan Jiménez Vargas (1980) dedica menos palabras a este intenso episodio, pero nos ayuda a situar en su contexto la difícil decisión de continuar hacia Andorra:

Tomás, que en aquel momento se sentía incapaz de aguantar lo que faltaba, todavía recuerda la escena después de tantos años como si lo estuviera viviendo:

El Padre cogió del brazo al guía, habló con él unos momentos, y me dijo: “No hagas caso. Tú seguirás con nosotros como los demás, hasta el final.”

Decidir que tenía que continuar, con lo mal que se encontraba, parecía humanamente una barbaridad, y sólo era explicable por la fe y la fortaleza del Padre, muy fuera de lo corriente, que trascendía, y por eso impresionaba aun a los que en aquel momento no eran capaces de comprenderlo.