1.- Amb una hora de retard per qüestions del trànsit, vàrem iniciar la pujada al poble d’Ares. A les 11 del matí començarem a caminar des de la carretera de Cabó, una mica abans d’arribar a la casa de l’Oliva.

2.- Iniciem la Caminada endinsant-nos al bosc de l’Oliva que estava cobert de neu. Amb 15 minuts arribem al riu de Cabó que travessem i des d’aquest punt fins el poble d’Ares hem de superar uns 900 metres en constant pujada.

3.- Descansem mitja hora a mig camí de la pujada amb unes vistes esplèndides sobre tota la vall de Cabó i el poble d’Organyà, i les muntanyes de Santa Fe i Boumort.

4.- Arribem a Ares a les dues del migdia, a on dinem una mica contemplant de nou el magnífic panorama que tenim al davant. Visitem la font i algunes cases del poble abandonat, i baixem de nou pel mateix lloc, ja que considerem que és una mica tard, arribant de nou al cotxe a les 17,20 de la tarda.

5.- En total hem tardat tres hores per pujar fins a Ares, i més de dues hores per baixar. El dia una mica fred, amb trams de neu, però esplèndid.

6.- Reproduïm unes notes del Diari de l’expedició del novembre de 1937 .

noticia53_9
“Después de dejar la carretera, nos internamos por unas sen­das que, pasando por casas de campo, conducen al río. También ha sido peligroso este rato, pues los perros nos saludaban al pasar cerca de esas casas.

Llegamos al río: bebemos, y pasamos a la otra orilla descal­zos y con agua a media pierna. (. . .)

Iniciamos la subida al monte Ares, a las doce menos cuarto (noche); y empezamos a esca1ar una pendiente sin camino, que hay que subir a “gatas”. Pero a los veinte minutos llegamos a una senda, que nos llevará hasta la cumbre. La ascensión penosa dura tres horas. Descansamos varias veces y la bota va de mano en mano, pues el alcohol nos estimula y nuestro cansancio se olvida.

(. . .)

Por espacio de tres horas, muchas veces nos parece que está la cumbre cerca; pero nos desilusionamos cuando, al llegar a la supuesta cumbre, aparece otra subida y se vislumbra otra cumbre más. Paciencia, y a continuar. En el fondo se ve el pueblo de Figols, que divisamos al bajar el monte Cabó, y ya vemos por debajo de nuestra altura a ese monte. Muy pronto no veremos nada, porque una niebla nos separa del valle.

Por fin, divisamos una casa de campo. El guía nos dice que esperemos, pues va a buscar a otro emboscado que por allí está y que ha de venir con nosotros. Nos sentamos y liamos en las mantas. El frío es muy intenso. A los veinte minutos, viene el guía y nos entran en el establo de la casa, donde estamos hora y media y donde nos dormimos. ¡Si no tuviéramos la idea de que hay que continuar después! ¡Qué agradable se siente la “suavidad” de la paja, y qué confortante es el calor que nos prestan los animales que en el establo están!

Cuando vienen a anunciarnos la continuación del viaje, nos despertamos entumecidos y nos cuesta bastante levantarnos y salir al exterior, donde el frío se siente muy intenso. Pero el ejerci­cio que hacemos al continuar la subida nos alivia, y, durante estos momentos, la idea de nuestra ida al trabajo en campo propicio nos anima.”

Un altre expedicionari, Paco Botella, ens explica aquesta pujada a Ares

“Antonio fue profundizando entre la maleza, y el te­rreno hasta ahora llano, fue haciéndose empinado y cada vez más pendiente. Venía el tiempo de subir, fueron tres horas de es­fuerzo, siempre hacia arriba. Estas horas dejaron una huella en nuestra memoria. Varias veces el Padre se refirió a ellas en años posteriores y en el tono de su voz y en su semblante se reflejaban el sufrimiento físico que tuvo que soportar.

“Estos hijos míos me subieron a empujones, arrastrándome, entre sus brazos, prácticamente en vilo”. Es el resumen ex­presivo de lo que sucedió. Para todos se hacía muy duro. Al mismo Antonio se le notaba cansado y el esfuerzo creo que le desordenó el digestivo.

El monte era alto, el más alto de nuestra caminata. Estaba cerca de Figols, según me aclaró José María. No se nos había avisado antes y quizás fue lo mejor. La respiración del Padre se hizo fatigosa, después se paraba unos segundos y el guía, con sus músculos de acero no ofrecía cambio de veloci­dad en su subida: el Padre se distanciaba entonces un poco de Antonio. Esto no era nada conveniente. Juan, que no dejaba de estudiar la resistencia del Padre, vio que empezaba a flaquear. La respiración era más sonora, más entrecortada. No hablaba, ni se quejaba, pero su caminar no era firme, sus piernas estaban indecisas en sus movimientos. Pasamos muy mal rato, esta vez no lograba rezar casi nada seguido.

Juan le dio a Miguel terrones de azúcar y la bota de vino para que se lo hiciera tomar al Padre. Había previsto esta situación antes de salir de Barcelona. Digo hiciera, por­que el Padre no quería tomarlo, pensando que nos podía hacer falta a nosotros. Por fin, como se sentía desfallecer y la certeza de que no lo íbamos a tomar nosotros se hizo patente, transigió. Pero poco tiempo duró el alivio. Este estímulo no pudo dominar su fatiga ni dar consistencia a sus músculos.

No sabíamos qué hacer y había que hacer algo. Sin pensarlo más, Miguel pasó delante del Padre y le cogió de la mano y siguió subiendo tirando del Padre. Yo, detrás del Padre, avanzaba empujándole con las manos puestas en su espalda. El Padre se dejaba llevar, sin poder poner nada de su parte. Juan al verlo, asintió: esto era lo que procedía. Se caía el Padre una y otra vez, le ayudábamos a levantarse y siempre disimulando lo posible para que Antonio no se diera cuenta de cual era la situación del Padre: podía ponernos en un apuro terrible, si decidía aquí, en este monte, abandonar a los que no pudieran seguir la marcha.

¡Que última hora pasamos en esta subida al monte! Recuerdo que fueron más de tres horas de subida dura, como estoy diciendo. Yo sentía deseos de llorar de pena al ver como subía el Padre, como un saco, materialmente llevado en nues­tros brazos. “Me subían mis hijos en brazos, yo no hubiera podido”, decía el Padre cuando años después y repetidas ve­ces, cuando se hacia referencia a estas horas de esfuerzo y de dolor. “Desde aquella subida, Paco, se me han ido las ganas de andar por el monte” decía otra vez, en La Pililla, mirando el monte sobre el que está pegada la casa.

(. . . )

A pesar de todo, cuando por fin llegamos a lo más alto y paramos, la respiración del Padre era para preocupar. Pero la presencia de Juan, sereno y sin inmutarse, nos tran­qui1izó. El Padre tomó más azúcar, no hablaba. El guía mandó “romper filas” como quién dice y dijo que descansáramos un poco. Se notaba que el guía, este forzudo de Antonio, acusa­ba también el esfuerzo de la fuerte subida. Estaba muy amable con el Padre y se le veía observar, con disimulo, como estaba. Era claro que se había dado cuenta de todo, pero no hizo alu­sión alguna: el Padre se lo había ganado, era evidente. Cuan­do nos dimos cuenta, Antonio había desaparecido sin más. Ya nos tenía acostumbrados.

(. . .)

Lo malo de este Antonio es que nunca da explicaciones, parece un general en jefe. Se esfuma y ya está. Sólo la confianza de que era muy responsable en sus decisiones nos tranquilizaba. Pero, ¡esperar sin saber nada, sin más!… El Padre se fue entonando, vo1vió a su actitud activa, se incorporó a nuestra conversación que era un tanto incoherente y enseguida tomó las riendas, de forma que pronto la fue transformando en tertulia. Y entonces, otra vez, estaba allí Antonio de regreso.

Nos condujeron a una edificación baja, pequeña; dentro había restos de paja y de pienso. Era un depósito de alimentos para el ganado. Antonio había ido a ver si podíamos ocuparla, cuando nos dejó sin explicación a1guna y como siempre, luego daba luz verde para que pudiéramos seguir sus planes: ahora se trataba de descansar un rato. Creo que sería una hora la que tuvimos de alivio, tumbados y con buena tempe­ratura. Luego a continuar.”