Muchas dificultades superadas, para ir desde Oliana hasta Andorra

Adjuntamos una crónica que nos han enviado los expedicionarios, que describe la dura y fascinante aventura que vivieron, del 26 al 31 de julio de 2020, siguiendo los pasos de san Josemaría Escrivá en el otoño de 1937 cruzando los Pirineos por Andorra. Un relato extenso, que vale la pena leerlo entero, para darse cuenta de las dificultades de esta travesía:

La ocasión de esta travesía desde Oliana hasta Andorra la propició paradójicamente el COVID 19. Desde hace algún tiempo estábamos planteándonos hacer una peregrinación a Tierra Santa. En febrero estábamos a punto de comprar los billetes cuando la expansión de la pandemia aconsejó no llevar a cabo el proyecto. Decidimos entonces programar otra expedición: el Paso de los Pirineos, el camino que siguió san Josemaría en el año 1937 debido a la persecución religiosa durante la guerra civil española.

Nos propusimos seguir lo más fielmente los pasos de san Josemaría. Esto exigía salir en autobús desde Barcelona, realizar la ruta completa sin interrupciones, y funcionar de modo «autosuficiente», es decir, sin apoyo externo que nos facilitara comida, transporte de tiendas o material auxiliar. La expedición se materializaría de la siguiente manera: saldríamos de Barcelona el 26 de julio en autobús rumbo a Oliana, desde donde caminaríamos hasta llegar a sant Julià de Lòria el 31 de julio, después de cinco días de marcha. Llevaríamos encima todos los pertrechos para la supervivencia (tiendas, sacos, ropa, material para la Misa, etc), previendo que pasaríamos por Can Fenollet y por Noves de Segre, y que nos aprovecharíamos de fuentes en el camino para abastecernos de agua.

Salimos desde la Estació del Nord el día previsto Edu, Miquel, Javier, David y Mn. Ximo. Un autobús de ALSA nos dejó a las seis de la tarde en Oliana, inicio de la travesía. Allí se nos unieron Xavi, Mn. Carlos y Joshua, que residían fuera de la ciudad condal y no pudieron hacer la primera aproximación en autobús.

La marcha del primer día consistía en llegar a Pallerols para dormir allí. Salimos de Oliana y recorrimos el tramo del GR-1 que conduce a Peramola. Allí vimos el pajar donde se alojó san Josemaría la noche del 19 de noviembre de 1937, y recargamos cantimploras en la Font del Caner. La primera hora con un montón de kilos sobre la espalda y casi cuarenta grados de temperatura provocó comentarios jocosos sobre lo que nos esperaba.

Llegamos a Pallerols cuando comenzaba a oscurecer. Se celebró Misa para los que no habían podido asistir aquel día, cenamos rápido, y plantamos las tiendas en una explanada cercana a la Iglesia.

El día 27 nos levantamos animados. Tuvimos meditación en la iglesia, recordando el momento en el que san Josemaría encontró la rosa de Rialb en el suelo de esta misma iglesia, y le pedimos al Señor saber secundar también nosotros sus planes.

Emprendimos la marcha cargando bártulos, comida… y tres litros de agua cada uno, pues preveíamos que este sería el día más duro por la ausencia de fuentes en el camino. El próximo sitio de abastecimiento de agua sería en la Font del Prat, en los prados de Aubenç, después de un largo día de camino bajo el sol.

Comenzamos a andar y llegamos a la Cabaña de san Rafael, adentrándonos después en la zona de Montlleví. Tras alguna que otra vuelta innecesaria por el coto de caza -aquí el sendero se desmarcaba del track – llegamos a la casa del Corb bajo un sol de justicia. Paramos un poco descansando a la sombra y seguimos el camino hasta llegar al barranco de la Ribalera.

Durante este trayecto el calor y el sol pesaron más de lo que nos habíamos podido imaginar. El agua se acabó rápido, y eso que encontramos una pequeña surgencia de agua donde pudimos refrescarnos y beber algo. Alguno mostraba signos más que evidentes de cansancio, y se hizo necesario hacer un parón prolongado, aprovechando la sombra del barranco. Estuvimos allí desde las cuatro hasta las siete de la tarde aproximadamente. Comimos un poco y alguno dormitó. Fuera se veía el sol golpeando con fuerza la roca. Cuando estuvimos más descansados celebramos la santa Misa en el mismo sitio donde lo hizo san Josemaría: es conocido el significativo recuerdo que dejó este momento en los fugitivos.

Amortiguada un poco la luz del sol reemprendimos la ascensión de la montaña de Aubenç a través de la canal de la Jaça. El camino se endurece al poco de comenzar la marcha, empinándose por momentos y haciéndose necesario el uso de las manos. Impactan la vista y lo vertical del recorrido. Al final de la canal hay colocadas cuerdas para asegurar el paso.

Cansados y sedientos llegamos a la cima. El paisaje de la vertiente norte cambia totalmente, regalando verdor a los ojos. Se pasa de un terreno áspero y seco a un horizonte frondoso y húmedo. La Font del Prat evocó el encuentro de un oasis después de una travesía por el desierto. Acampamos al lado de la fuente y dimos cuenta de la merecida cena. Pronto oscureció y nos fuimos a dormir. Hacía una temperatura que poco recordaba el calor que habíamos pasado hacía pocas horas. Pau se incorporó al grupo en la cima de Aubenç; le subió Jordi por la pista que intercepta nuestra ruta por el norte.

El día 28 amaneció lloviendo. Esperamos unos minutos a que despejara y desayunamos. Recargamos las cantimploras en la fuente que tanta alegría nos había dado el dia anterior y nos pusimos en marcha. La próxima meta eran las pozas del río de Valldarques: las alcanzaríamos a medio día tras un descenso de 900 metros.

En la bajada Xavi tropezó, haciéndose un esguince de tobillo. Vivimos un momento difícil pues se hizo evidente que no podía seguir. Después de refrescarnos en las pozas y tomar algo, llamamos a Ramon Camats para que lo pudiera recoger. También nos despedimos de dos compañeros que no se sintieron con fuerzas de continuar. Quedaba la pena de no poder seguir todos juntos. El equipo se vio reducido a seis personas.

La siguiente parada era la casa de Fenollet. Las dos horas largas transcurridas hasta llegar allí nos recordaron la etapa del día anterior. Mucho calor y poca sombra: el «yunque del sol», comentó alguien, recordando a Lawrence de Arabia. Llegamos a nuestro destino pasadas ya las tres de la tarde.

En Fenollet tuvo lugar uno de los momentos más gratos del viaje, pues nos encontramos con la hospitalidad de Rosa. Esta mestressa amable y simpática es la nieta de la persona que refugió a san Josemaría en noviembre de 1937. Nos contó las artimañas que usó su abuela para despistar a los milicianos que perseguían a los fugitivos: buena comida y buen vino. Una estratagema parecida a la que usó con nosotros, pues a la explicación le sucedió un desfile de viandas que agradecimos convenientemente: ensalada, macarrones en una fuente grande como una piscina, carne con «bolets» deliciosa, mel y mató, café, leche recién ordeñada, agua, gaseosa, vino… Después de los rigores de dos días y medio de camino aquello nos pareció a todos, pobres peregrinos, un cuento de hadas.

Después de la comida nos invitó, además, a darnos un chapuzón en la balsa que recoge el agua de las fuentes próximas. La serpiente que ocupaba el fondo de la balsa no se tuvo a mal hacernos hueco… y disfrutamos de aquellos momentos entre risas y salpicones. Y así, frescos, descansados y bien alimentados pudimos celebrar Misa en la capilla de la masía. Tras agradecer a Rosa y a su marido todos sus cuidados, reemprendimos el camino.

Nuestro objetivo era ahora la Ermita de santa Fe, ubicada en un promontorio que se levanta unos 1.100 metros de altura sobre el nivel del mar. La subida no se planteó complicada, aunque tuvimos la sorpresa de encontrarnos con un panal de avispas alteradas. Probablemente después del pisotón de alguno de los del grupo decidieron levantar el vuelo y vengarse. Dos de los nuestros acabaron con picaduras; alguna atraveso el pantalón de deporte por la «retaguardia». Después de unas sencillas curas, seguimos el camino.

El plan originario era pasar la noche en la ermita. Pero como el día siguiente estaba previsto ascender la montaña de Ares decidimos prolongar la marcha y dormir a los pies de la montaña, con el propósito de ascender temprano sin el rigor del sol.

Desde la ermita hicimos un descenso muy vertical en el que nos costó no perder el equilibrio y caer rodando. Llegamos al valle del río de Cabó cuando la luz comenzaba a apagarse. La meditación de aquel día la tuvimos caminando.

Pasamos el río y llegamos a una pista. Acampamos allí mismo sin plantar las tiendas pues la noche permitía dormir al raso. Aunque el caudal del río no era abundante, algunos aprovechamos para bañarnos en el río y asearnos un poco, después de lo cual cenamos y nos fuimos a dormir bajo el cielo estrellado.

Era todavía noche cerrada cuando nos levantamos. La subida se nos hizo llevadera, pues con el fresco de la mañana se andaba cómodamente. En torno a las diez llegamos al pueblo abandonado de Ares, prácticamente en la cima. Allí encontramos una fuente. El agua estaba fresca y limpia, así que aprovechamos para almorzar y recargar las cantimploras. Algunos se bañaron -enjabonándose y todo- en el abrevadero donde descarga la fuente.

La cima de Ares evocó la sensación experimentada en Aubenç. Después de una cara sur seca y con poca vegetación, nos encontramos con una cara norte tupida de árboles, fresca y aireada.

Comenzamos el descenso siguiendo dirección norte primero y después noroeste, para encontrarnos con el valle del Segre. A partir de aquí los rigores de la falta de agua desaparecen, pues el camino trascurre al lado de este río y sus afluentes. El encuentro con su vega, llena de sembrados y plantaciones contagia frescor y humedad.

Llegamos a Noves de Segre a las dos de la tarde. Acudimos a Casa Bernardí, la tienda donde nos abasteceríamos de embutidos, queso, butifarras y dos docenas de huevos. La carne tenía un aspecto -y un precio- magnífico, con lo cual decidimos aumentar el aporte proteínico: no solo cenaríamos butifarras con huevos sino además comeríamos butifarras con huevos. Un gustoso y necesario suplemento alimenticio.

Seguimos la marcha y por fin llegamos al río Segre. Pasamos Cal Pallarés, y localizamos un rincón del río agradable donde detenernos un rato. Allí nos bañamos y comimos los productos recién adquiridos. Al poco de terminar de comer, y para nuestro asombro, comenzó a subir el nivel del agua; tanto que tuvimos que recoger todo y salir con prisa. Celebramos Misa cerca de allí y nos pusimos a caminar hacia Adrall. Allí se nos unió Mn. Vicenç Guinot. Nos falló el aprovisionamiento de pan porque la panadería del pueblo lo había vendido todo. Error logístico.

Ir a Adrall suponía desviarse medio kilómetro de la ruta. Volvimos sobre nuestros pasos después de cargar cantimploras, y nos adentramos en el valle del río de Aravell, un afluente del Segre.

Esta zona es un sucederse de paisajes desconcertantes. Primero caminamos abriéndonos paso entre un campo sembrado de maíz; después atravesamos unas terrazas fluviales recién abonadas, y finalmente llegamos a unos prados junto al río donde pudimos plantar las tiendas. Allí tuvimos la meditación, dimos cuenta de las butifarras y huevos que nos quedaban, y nos metimos en los sacos, pues al día siguiente había que levantarse temprano.

Así lo hicimos. Nos costó salir de las terrazas fluviales pues aquello parecía una trinchera pertrechada contra el enemigo: un camino poco claro, regatos encajonados, zarzas y vallas que delimitaban los sembrados. Por fin logramos salir a «cielo abierto» y dirigirnos hacia el campo de Golf de Aravell.

No es sencillo cruzar un campo de Golf, más cuando una valla señala que aquel territorio tiene propietario, y no somos nosotros. Nos decidimos a ello amparados en las «servidumbre de paso». Quisimos pasar de modo discreto, pero no hubo manera. Un trabajador nos divisó intentando superar la barrera y se dirigió a nosotros, llamando al encargado. Nos asombramos cuando vimos aparecer a un hombre risueño en un buggy. Nos invitaba no solo a pasar, sino a escoltarnos. Avanzamos detrás del cochecito como un ejército de infantería se cobija tras un tanque que abre camino. Todo terminó siendo una travesía grata por un paraje precioso.

Una vez superado el campo de golf la vista descubre la Collada de la Torre, el punto más alto a lo largo del camino. Las peripecias del día nos habían retrasado más de una hora. El sol se cernía amenazante cuando emprendimos la ascensión.

Los payeses de una granja vecina nos ofrecieron agua, con la que pudimos llenar las cantimploras y refrescarnos. Alguno se aprovisionó de melocotones. A pesar de las adquisiciones de Noves de Segre, la comida iba a resultar justa por la falta de pan.

A pesar de los 900 metros de desnivel, subimos la Collada de la Torre con relativa facilidad. El bosque de encinas, con poca sombra, se hace un poco más fatigoso; pero con la ascensión el paisaje se vuelve más frondoso y fresco. La vista es muy agradable. Se vislumbra desde lo alto el valle de Aravell, un espacio verde y húmedo.

En el collado descansamos un poco entre pinos recios y altos, que nos acompañarían en la bajada que emprendimos poco después. Esta zona es hermosa por la abundancia de cursos de agua, la corpulencia de los árboles y la sombra. Esta parte del recorrido coincide, hasta llegar a Andorra, con la ruta de la Rosa del Nord.

A mitad de recorrido cargamos agua en la Font de la Baralla y, en torno a las dos de la tarde, llegamos al río de Civís. Allí decidimos hacer una parada con el ánimo de realizar las subidas al Coll de la Cabra Morta y a Mas d’Alins con la luz del sol amortiguada.

En un prado junto al río establecemos nuestro improvisado campamento. Nos bañamos en el río, comemos alegremente y dormimos un rato. Una vez con las pilas puestas tenemos la meditación y celebramos la santa Misa, y llenos de energía, emprendemos la marcha hacia el Coll de la Cabra Morta.

El accidente orográfico hace justicia a su nombre. Realmente las cabras arriesgan la vida si pretenden subir la escarpada montaña que tenemos delante. Sin embargo un sendero se abre paso entre el terreno quebrado. Conforme ascendemos contemplamos los cortados del valle, la perspectiva de la sierra y, como un regalo inesperado, la cara norte del Cadí bajo una luna preciosa que brilla sobre el cielo todavía azul.

Tras el Coll tomamos una senda que va perdiendo altura paulatinamente, siempre entre un bosque tupido. Encontramos alguna fuente y volvemos a cargar cantimploras. Al poco tiempo llegamos al Torrent de Argolell. El entorno es verde y húmedo. Hemos pasado por la ermita de Santa María de Feners, en ruinas, a la que se hace referencia en los diarios de los fugitivos del año 1937 que vamos leyendo.

En el río descansamos unos minutos y comemos algo. Queda poca cosa de la que abastecerse, y damos cuenta de unas cuantas golosinas que nos ofrece Edu y de unos orejones: todo nos sabe a gloria. La luz se ha ido atenuando.

Los momentos que siguen los vivimos con una emoción especial, pues la frontera pasa pocos metros por encima de nosotros, entre el lecho del río y la cumbre del pequeño cortado que hemos de subir.

El tramo es vertical. Respiramos hondo y comenzamos a ascender un repechón en el que hay que utilizar algo las manos, y llegamos por fin a Mas d’Alins.

El camino que hemos de recorrer pasa por medio de la finca, pero las puertas están cerradas. Pasamos entre un estruendo de ladridos de perros que no nos ven con buenos ojos. Viene a nuestro encuentro un Sanbernardo que, para nuestra tranquilidad no da muestras de hostilidad.

Se hizo pronto de noche, y el trecho que conducía hasta la Borda del Gastó lo hicimos a oscuras, guiándonos por la luz de nuestras linternas y las indicaciones de un todoterreno que encontramos en el camino. El conductor del coche resultó ser el propietario de Cal Gastó. Fue otra sorpresa, pues en su pajar descansó san Josemaría una vez cruzada la frontera. La persona con la que hablamos es el bisnieto del que cobijó a san Josemaría en 1937.

La zona del Gastó es un sitio muy agradable, una especie de merendero que tiene un pequeño oratorio dedicado a la Mare de Deu de Canòlich, patrona de Sant Julià de Lòria, representada en un azulejo en el que aparece también san Josemaría llegando a Andorra. Allí cenamos lo que nos quedaba de comida reservando algo para el desayuno y, después de una breve sobremesa, nos fuimos a dormir. Estábamos a unos 1500 metros de altura, pero la noche era muy agradable, con lo que dormimos al raso sin plantar tiendas en una planicie cerca del merendero.

El despertar del último día lo prolongamos un poco más que de costumbre, pues esta última etapa era más breve: calculábamos unas dos horas y media hasta sant Julià.

Tuvimos la meditación sobre la virtud de la esperanza, celebramos Misa, y desayunamos: esta vez sí que no quedó nada. Apareció el propietario de la finca y nos enseñó el pajar, después de lo cual emprendimos la marcha hacia el pueblo de Fontaneda.

El trayecto se nos hizo agradable, y no tenía mayor complejidad. Una vez pasado este pequeño pueblo el horizonte se fue abriendo hasta que contemplamos desde la altura Sant Julià de Lòria. La meta de estos cinco días de camino se veía tan próxima que, después de hacernos un selfi, nos precipitamos corriendo hasta el pueblo, en una bajada pronunciada en la que tuvimos que prestar atención para no caer. Llegamos a las calles de Sant Julià emocionados y contentos.

Nos dirigimos hacia la parroquia y allí hicimos la visita y rezamos un Te Deum por sugerencia de Edu. Fue emotivo el encuentro con la imagen que representa a san Josemaría rezando al Santísimo. Aquella fue la primera iglesia que pudo encontrar tras la travesía; el sonido de sus campanas reveló que se encontraban por fin libres de la persecución religiosa. Tomamos algo en una bar, y nos despedimos de Mn. Vicenç, pues debía volver para celebrar Misa en su parroquia.

Parecía que la expedición había concluido y que no quedaba más que regresar a Barcelona. Sin embargo nos encontramos con un epílogo inesperado, sorprendente, y muy, muy agradable.

La señora Conxita Heras se sumó al grupo de personas encantadoras que nos encontramos a lo largo del camino. Hizo de auténtica anfitriona andorrana, y se deshizo en detalles con estos peregrinos que durante cinco días habían caminado bajo el sol, se habían lavado en ríos, dormido poco, y comido de manera más bien austera. Fue como un hada madrina que se prodigó en regalos con nosotros.

Nuestra benefactora nos facilitó un vehículo en Sant Julià con el cual nos dirigimos a Andorra. Una vez allí nos invitó a un restaurante cuya comida, después de aquellos días de prueba, nos supo a gloria. Reinaba un clima de alegría contagioso creado por la convivencia estrecha, la meta lograda, el trato con el Señor durante aquellos días y, porqué no decirlo, nuestras barrigas satisfechas.

Después de la sobremesa nuestra anfitriona nos invitó a realizar una visita guiada por los lugares más representativos de Andorra la Vella, obsequiándonos con unos recuerdos que agradecimos mucho. Después subimos al minibús y volvimos a cruzar la frontera, esta vez con destino a Barcelona.

Aquí acaba nuestra epopeya; una experiencia fascinante atravesando los Pirineos.

Habíamos seguido la ruta que emprendió san Josemaria buscando cumplir lo que Dios le pedía en duras circunstancias; disfrutamos de una inolvidable, estrecha y alegre convivencia; descubrimos que se puede vivir alegremente con bastante poco; exploramos límites, reímos, sudamos…; hemos rezado mucho, hemos descubierto parajes preciosos.

Sólo queda agradecer el apoyo de Jordi Piferrer, que nos ha alentado y facilitado las cosas para poder emprender el viaje y acabarlo felizmente.