Era todavía noche cerrada cuando nos levantamos. La subida se nos hizo llevadera, pues con el fresco de la mañana se andaba cómodamente. En torno a las diez llegamos al pueblo abandonado de Ares, prácticamente en la cima. Allí encontramos una fuente. El agua estaba fresca y limpia, así que aprovechamos para almorzar y recargar las cantimploras. Algunos se bañaron -enjabonándose y todo- en el abrevadero donde descarga la fuente.
La cima de Ares evocó la sensación experimentada en Aubenç. Después de una cara sur seca y con poca vegetación, nos encontramos con una cara norte tupida de árboles, fresca y aireada.
Comenzamos el descenso siguiendo dirección norte primero y después noroeste, para encontrarnos con el valle del Segre. A partir de aquí los rigores de la falta de agua desaparecen, pues el camino trascurre al lado de este río y sus afluentes. El encuentro con su vega, llena de sembrados y plantaciones contagia frescor y humedad.
Llegamos a Noves de Segre a las dos de la tarde. Acudimos a Casa Bernardí, la tienda donde nos abasteceríamos de embutidos, queso, butifarras y dos docenas de huevos. La carne tenía un aspecto -y un precio- magnífico, con lo cual decidimos aumentar el aporte proteínico: no solo cenaríamos butifarras con huevos sino además comeríamos butifarras con huevos. Un gustoso y necesario suplemento alimenticio.
Seguimos la marcha y por fin llegamos al río Segre. Pasamos Cal Pallarés, y localizamos un rincón del río agradable donde detenernos un rato. Allí nos bañamos y comimos los productos recién adquiridos. Al poco de terminar de comer, y para nuestro asombro, comenzó a subir el nivel del agua; tanto que tuvimos que recoger todo y salir con prisa. Celebramos Misa cerca de allí y nos pusimos a caminar hacia Adrall. Allí se nos unió Mn. Vicenç Guinot. Nos falló el aprovisionamiento de pan porque la panadería del pueblo lo había vendido todo. Error logístico.
Ir a Adrall suponía desviarse medio kilómetro de la ruta. Volvimos sobre nuestros pasos después de cargar cantimploras, y nos adentramos en el valle del río de Aravell, un afluente del Segre.
Esta zona es un sucederse de paisajes desconcertantes. Primero caminamos abriéndonos paso entre un campo sembrado de maíz; después atravesamos unas terrazas fluviales recién abonadas, y finalmente llegamos a unos prados junto al río donde pudimos plantar las tiendas. Allí tuvimos la meditación, dimos cuenta de las butifarras y huevos que nos quedaban, y nos metimos en los sacos, pues al día siguiente había que levantarse temprano.
Así lo hicimos. Nos costó salir de las terrazas fluviales pues aquello parecía una trinchera pertrechada contra el enemigo: un camino poco claro, regatos encajonados, zarzas y vallas que delimitaban los sembrados. Por fin logramos salir a "cielo abierto" y dirigirnos hacia el campo de Golf de Aravell.
No es sencillo cruzar un campo de Golf, más cuando una valla señala que aquel territorio tiene propietario, y no somos nosotros. Nos decidimos a ello amparados en las "servidumbre de paso". Quisimos pasar de modo discreto, pero no hubo manera. Un trabajador nos divisó intentando superar la barrera y se dirigió a nosotros, llamando al encargado. Nos asombramos cuando vimos aparecer a un hombre risueño en un buggy. Nos invitaba no solo a pasar, sino a escoltarnos. Avanzamos detrás del cochecito como un ejército de infantería se cobija tras un tanque que abre camino. Todo terminó siendo una travesía grata por un paraje precioso.
Una vez superado el campo de golf la vista descubre la Collada de la Torre, el punto más alto a lo largo del camino. Las peripecias del día nos habían retrasado más de una hora. El sol se cernía amenazante cuando emprendimos la ascensión.
Los payeses de una granja vecina nos ofrecieron agua, con la que pudimos llenar las cantimploras y refrescarnos. Alguno se aprovisionó de melocotones. A pesar de las adquisiciones de Noves de Segre, la comida iba a resultar justa por la falta de pan.
A pesar de los 900 metros de desnivel, subimos la Collada de la Torre con relativa facilidad. El bosque de encinas, con poca sombra, se hace un poco más fatigoso; pero con la ascensión el paisaje se vuelve más frondoso y fresco. La vista es muy agradable. Se vislumbra desde lo alto el valle de Aravell, un espacio verde y húmedo.
En el collado descansamos un poco entre pinos recios y altos, que nos acompañarían en la bajada que emprendimos poco después. Esta zona es hermosa por la abundancia de cursos de agua, la corpulencia de los árboles y la sombra. Esta parte del recorrido coincide, hasta llegar a Andorra, con la ruta de la Rosa del Nord.
A mitad de recorrido cargamos agua en la Font de la Baralla y, en torno a las dos de la tarde, llegamos al río de Civís. Allí decidimos hacer una parada con el ánimo de realizar las subidas al Coll de la Cabra Morta y a Mas d'Alins con la luz del sol amortiguada.
En un prado junto al río establecemos nuestro improvisado campamento. Nos bañamos en el río, comemos alegremente y dormimos un rato. Una vez con las pilas puestas tenemos la meditación y celebramos la santa Misa, y llenos de energía, emprendemos la marcha hacia el Coll de la Cabra Morta.
El accidente orográfico hace justicia a su nombre. Realmente las cabras arriesgan la vida si pretenden subir la escarpada montaña que tenemos delante. Sin embargo un sendero se abre paso entre el terreno quebrado. Conforme ascendemos contemplamos los cortados del valle, la perspectiva de la sierra y, como un regalo inesperado, la cara norte del Cadí bajo una luna preciosa que brilla sobre el cielo todavía azul.
Tras el Coll tomamos una senda que va perdiendo altura paulatinamente, siempre entre un bosque tupido. Encontramos alguna fuente y volvemos a cargar cantimploras. Al poco tiempo llegamos al Torrent de Argolell. El entorno es verde y húmedo. Hemos pasado por la ermita de Santa María de Feners, en ruinas, a la que se hace referencia en los diarios de los fugitivos del año 1937 que vamos leyendo.
En el río descansamos unos minutos y comemos algo. Queda poca cosa de la que abastecerse, y damos cuenta de unas cuantas golosinas que nos ofrece Edu y de unos orejones: todo nos sabe a gloria. La luz se ha ido atenuando.
Los momentos que siguen los vivimos con una emoción especial, pues la frontera pasa pocos metros por encima de nosotros, entre el lecho del río y la cumbre del pequeño cortado que hemos de subir.
El tramo es vertical. Respiramos hondo y comenzamos a ascender un repechón en el que hay que utilizar algo las manos, y llegamos por fin a Mas d'Alins.
El camino que hemos de recorrer pasa por medio de la finca, pero las puertas están cerradas. Pasamos entre un estruendo de ladridos de perros que no nos ven con buenos ojos. Viene a nuestro encuentro un Sanbernardo que, para nuestra tranquilidad no da muestras de hostilidad.
Se hizo pronto de noche, y el trecho que conducía hasta la Borda del Gastó lo hicimos a oscuras, guiándonos por la luz de nuestras linternas y las indicaciones de un todoterreno que encontramos en el camino. El conductor del coche resultó ser el propietario de Cal Gastó. Fue otra sorpresa, pues en su pajar descansó san Josemaría una vez cruzada la frontera. La persona con la que hablamos es el bisnieto del que cobijó a san Josemaría en 1937.
La zona del Gastó es un sitio muy agradable, una especie de merendero que tiene un pequeño oratorio dedicado a la Mare de Deu de Canòlich, patrona de Sant Julià de Lòria, representada en un azulejo en el que aparece también san Josemaría llegando a Andorra. Allí cenamos lo que nos quedaba de comida reservando algo para el desayuno y, después de una breve sobremesa, nos fuimos a dormir. Estábamos a unos 1500 metros de altura, pero la noche era muy agradable, con lo que dormimos al raso sin plantar tiendas en una planicie cerca del merendero.
El despertar del último día lo prolongamos un poco más que de costumbre, pues esta última etapa era más breve: calculábamos unas dos horas y media hasta sant Julià.
Tuvimos la meditación sobre la virtud de la esperanza, celebramos Misa, y desayunamos: esta vez sí que no quedó nada. Apareció el propietario de la finca y nos enseñó el pajar, después de lo cual emprendimos la marcha hacia el pueblo de Fontaneda.
El trayecto se nos hizo agradable, y no tenía mayor complejidad. Una vez pasado este pequeño pueblo el horizonte se fue abriendo hasta que contemplamos desde la altura Sant Julià de Lòria. La meta de estos cinco días de camino se veía tan próxima que, después de hacernos un selfi, nos precipitamos corriendo hasta el pueblo, en una bajada pronunciada en la que tuvimos que prestar atención para no caer. Llegamos a las calles de Sant Julià emocionados y contentos.
Nos dirigimos hacia la parroquia y allí hicimos la visita y rezamos un Te Deum por sugerencia de Edu. Fue emotivo el encuentro con la imagen que representa a san Josemaría rezando al Santísimo. Aquella fue la primera iglesia que pudo encontrar tras la travesía; el sonido de sus campanas reveló que se encontraban por fin libres de la persecución religiosa. Tomamos algo en una bar, y nos despedimos de Mn. Vicenç, pues debía volver para celebrar Misa en su parroquia.
Parecía que la expedición había concluido y que no quedaba más que regresar a Barcelona. Sin embargo nos encontramos con un epílogo inesperado, sorprendente, y muy, muy agradable.
La señora Conxita Heras se sumó al grupo de personas encantadoras que nos encontramos a lo largo del camino. Hizo de auténtica anfitriona andorrana, y se deshizo en detalles con estos peregrinos que durante cinco días habían caminado bajo el sol, se habían lavado en ríos, dormido poco, y comido de manera más bien austera. Fue como un hada madrina que se prodigó en regalos con nosotros.
Nuestra benefactora nos facilitó un vehículo en Sant Julià con el cual nos dirigimos a Andorra. Una vez allí nos invitó a un restaurante cuya comida, después de aquellos días de prueba, nos supo a gloria. Reinaba un clima de alegría contagioso creado por la convivencia estrecha, la meta lograda, el trato con el Señor durante aquellos días y, porqué no decirlo, nuestras barrigas satisfechas.
Después de la sobremesa nuestra anfitriona nos invitó a realizar una visita guiada por los lugares más representativos de Andorra la Vella, obsequiándonos con unos recuerdos que agradecimos mucho. Después subimos al minibús y volvimos a cruzar la frontera, esta vez con destino a Barcelona.
Aquí acaba nuestra epopeya; una experiencia fascinante atravesando los Pirineos.
Habíamos seguido la ruta que emprendió san Josemaria buscando cumplir lo que Dios le pedía en duras circunstancias; disfrutamos de una inolvidable, estrecha y alegre convivencia; descubrimos que se puede vivir alegremente con bastante poco; exploramos límites, reímos, sudamos...; hemos rezado mucho, hemos descubierto parajes preciosos.
Sólo queda agradecer el apoyo de Jordi Piferrer, que nos ha alentado y facilitado las cosas para poder emprender el viaje y acabarlo felizmente. |